Los Regalos de Nina

Me asomé por la ventana del camión y comencé a saludar a la gente. Algunos me saludaban de vuelta, otros sonreían y los menos pasaban indiferentes. Me sentía como un rey repartiendo sus joyas entre la multitud o la reina de la primavera lanzando flores en el carnaval.

El aire acariciaba mi cara, mi cabello revuelto me hacía cosquillas y se enredaba cada vez más. Cerraba los ojos para que los ligeros rayos del sol me besaran con más fuerza. Cuán generoso el aire, cuán generoso el sol.

Iba recolectando todo: las sonrisas, las caras asombradas, los colores de sus suéteres y sus abrigos, la textura de sus guantes, el sonido de los timbres de las bicicletas, la luz roja de los semáforos, el olor picante de los perfumes.

Me paré del asiento y me fui rozando intencionalmente con la gente para ir generando chispas. Le dije unas palabras de agradecimiento al chofer antes de bajarme, pero no me entendió.

Salí del camión, me dirigí al final de la calle y me detuve a lado de una vaporosa alcantarilla para aprender esa danza que se elevaba hacia el infinito.

Me senté en las bancas metálicas del parque para ir completando mi inventario. Balanceaba mis pies en el aire haciendo círculos y veía sus delgadas raspaduras. Froté mis manos sobre mis muslos hasta sentir calor y cosquillas. Me recosté para mirar el cielo y recapitular: los abrazos de mi madre, mi perrita corriendo y moviendo la cola para recibirme, las estrellas que me puso la maestra en la frente, la hoja doblada con el corazón rojo de mi admirador secreto, la red para atrapar sueños que cuelga sobre mi cama y, algo imperdible y fundamental, el rojo vivo de las rendijas del tostador de pan.

Fui directo a uno de los árboles más grandes para abrazarlo y llenarme de su presencia. Las flores anaranjadas se grababan en mis pupilas, la rugosidad de su tronco marcaba mi rostro y un río de hormigas pasaba por el puente que hacían mis largas piernas.

Más adelante, me detuve en un mural callejero y me dejé llevar por su profundidad, caminé en otros lugares, volé con aves extrañas, me columpié en lo más alto de la escalera y le di de comer a los peces en un lago rosado. Al salir de aquel cuadro maravilloso, puse mis manos sobre mis mejillas y exhalé por la boca para comprobar mi llenura. Ya estaba completa.

Entré a la Central de Autobuses, fui a la sala de espera y me acerqué a las personas que estaban sentadas esperando un camión hacia cualquier parte. Encontré a quien me estaba esperando desde que apareció en mi sueño tiritando de frío. Si, el ambiente estaba helado, sabía que el sol, que apenas calentaba las delgadas nubes que sobrevivieron a la noche, no podía entrar en aquel edificio.

Me senté junto a él hasta que nuestros hombros se tocaron. No sabía su nombre ni podía preguntárselo, porque yo era de otro país. Puse a un lado una enorme barra de chocolate para que la encontrara cuando me fuera. Entonces cerré los ojos y comencé una oración silenciosa, mientras lo inundaba con todos los regalos que había recogido en el camino.

© Guillermo Osuna

Nina: es el hipocorístico ruso de Anna; «la benéfica», «la bondadosa», aquella que hace el bien, que realiza lo correcto con buenas intenciones.

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